Quien haya leido "Orgullo y Prejuicio" de Jane Austen concordará conmigo en lo fácil que fue tras la primera lectura (este es un libro que inevitablemente quieres leer una y otra vez) concluir quién era orgulloso y quién era prejuicioso, Elizabeth o el Sr. Darcy. Ambos lo son. El orgulloso Sr. Darcy es prejuicioso contra Elizabeth, y lastima su orgullo con su rechazo, provocando que ella empiece a construir una larga cadena de prejuicios propios en su contra. Posteriormente, Darcy se ve obligado a tragarse su propio orgullo y prejuicios para poder conquistar a Elizabeth, teniendo ella que hacer lo mismo para poder ser feliz con Darcy.
Ahora soy Elizabeth Bennet a la mitad del libro, esa mujer cuyo orgullo fue mellado, que se protege a sí misma armada de prejuicios contra aquel a quien ama o amó, que busca no ser lastimada, pero también busca ser feliz, que se mueve en un inestable punto intermedio en el que sabe lo que quiere, pero siente que no debe, y por lo tanto no puede.
Soy Elizabeth Bennet a la mitad del libro. Mi prejuicio es mi temor, y mi orgullo es mi amor propio. Y ambos son más fuertes que mi memoria de lo que alguna vez fue bueno.
Soy Elizabeth Bennet a la mitad del libro. Me angustio, cavilo, me pierdo en análisis inútiles de aquello que me lastimó, deseo por el olvido, finjo el perdón, pretendo seguir adelante, pero estoy con los zapatos pegados a todo lo que jamás dejé atrás.
Soy Elizabeth Bennet a la mitad del libro, que aún no sabe lo que pasará al final, que aún no sabe qué siente Darcy, que aún no lo quiere saber, que lo ignora.
Soy Elizabeth Bennet a la mitad del libro, pero Darcy ya no está.
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