lunes, 12 de octubre de 2009

Abreme la puerta

Sentada frente al celular. No lo contesto, lo miro sonar y sonar, timbrar y timbrar, vibrar y vibrar, pero no, no contesto. Adam está afuera, en la puerta de mi casa, no ha tocado, es muy tarde, pero me está llamando para que le abra. Pero no quiero, no puedo, no me muevo. Solo miro el celular.

"Abre, estoy afuera" dice un desesperado mensaje. Lo leo con indiferencia, con cólera, con cansancio. Lo borro y me vuelvo a sentar. No, no voy a abrir, algo no me lo permite, no voy a abrir.

Hace dos horas sí contesté, hace dos horas lo oí decir "Te voy a ver", y luego esperé dos horas, revisé mis correos, contesté algunos, vi un refrito de Friends, preparé ensalada de frutas, recibí a un amigo en casa pero lo despaché rápido pues Adam iba a llegar. Y pasaron dos horas.

Ahora está afuera de mi casa, a unos metros de mi, yo con el celular en la mano, tratando de decidir si abro o no, si contesto o no, queriendo identificar lo que me inmoviliza, si es orgullo, si es hartazgo, si es cansancio, si es desamor. Oh Dios, desamor. ¿Será que ese día tan temido ha llegado?

Pero esperé dos horas, ya es tarde, él lo sabe, por eso no se atreve a tocar la puerta, ya todos en su casa deben estar durmiendo, pensará. No, estamos despiertos, también yo, pero no quiero abrir.

Pudo haberme llamado antes, pudo haberme dicho que tal cosa lo estaba retrasando, pudo haberme avisado que se iba a demorar. Pero me hizo esperar por dos horas. Tal vez si hubiera estado esperándolo en otro lugar que no fuera mi casa habría sido más considerado, tal vez me hubiera hecho esperar solo media hora. ¡Tarado!

Y el celular sigue timbrando, ya van más de diez veces, tal vez le deba abrir. Pero no, no quiero, no quiero verlo, no me apetece, quiero que se vaya.

Silencio. El celular ya no timbra más.

0 muestras de empatía: