Recuerdo años atrás, los años maravillosos, aquellos años en los que la inocencia tambaleaba acercándose a ese límite preciso con los placeres de la vida adulta. Mi mejor amiga en ese entonces se llamaba Oriel. Era una chica muy sociable y extrovertida, todos la apreciaban por su gran carisma y su inacabable energía para contar chistes o hacer comentarios graciosos. Cabello castaño, alta, delgada, ojos verdes con piernas de super modelo, la consideraba todo aquello que yo tal vez hubiera deseado ser, con mi 1.62 de altura, mis comunes ojos negros, mis lacios mechones de color marrón y mis 10 kilos de sobrepeso, siempre encerrada en mis libros. Ella era la amiga bonita y yo era la amiga fea, pero no importaba, pues siempre habíamos sido amigas. Estábamos en nuestro último año de secundaria, emocionadas por lo que estaba por acabar y empezar en nuestras vidas, planeando ir juntas a la misma universidad, aunque no estudiáramos lo mismo, compartir un cuarto en algún lugar que no fuera Piura, salir a relajarnos los fines de semana sin control parental, convertirnos en lo que ya creíamos ser: inseparables.
Un día, faltando solo dos meses para que terminara el año, Oriel me llamó a casa, desesperada. ¿Te puedo ir a ver? preguntó con voz temblorosa. Sí, claro, respondí, extrañada por el hecho de que tan siquiera lo preguntara, pues siempre habíamos tenido la costumbre de caer una en casa de la otra, incluso si esta no estaba. No pasaron ni cinco minutos, y una llorosa Oriel tocó a mi puerta. Había terminado con su novio, el altamente codiciado Nico, con quien estaba a punto de cumplir seis meses (lo cual en ese entonces era una eternidad) y se sentía de lo peor. Eso no es todo, agregó y presentí que algo malo se venía, no me viene mi regla.
En ese momento me sentí palidecer. Mi amiga, mi mejor amiga, aquella que me había acompañado en mi intento por sobrevivir a la tormentosa secundaria, con la que había pasado aventuras y desventuras juntas, con la que había planeado los próximos diez años de mi vida, esa amiga ahora temía que algo le estuviera creciendo dentro. ¿Cuántos días tienes de atraso? pregunté. Dos semanas. No me lo esperaba. Corrimos a la farmacia, a comprar una de esas pruebas de orina. Teníamos que esperar a la mañana siguiente, pues se tenía que hacer el test con la primera meada del día. Ese día Oriel durmió en mi casa, y fue la última vez. Nos pasamos toda la noche conversando acerca de cómo cambiarían nuestros planes juntas, lo que había pasado con Nico, cómo se había asustado, por qué Oriel no me había contado antes de su atraso, cómo se lo diríamos a sus padres, cómo se le transformaría la vida.
Al amanecer, Oriel me despertó. Ve a ver tú los resultados al baño, me suplicó, yo no me atrevo. Aún no aclaraba totalmente, así que tuve que prender la luz. Una varita con dos rayas sumergida en un potecito de orín me anunció que sería tía. Oriel lloró y lloró, y yo la consolé durante dos horas antes de ir al colegio. No te preocupes, le dije, yo te organizaré un súper baby shower. En su aún presente inocencia, eso pareció hacerla sentir mejor.
Guardamos el secreto durante una semana más, hasta que Oriel se atrevió a hablar con sus viejos, y yo la acompañé. Luego tuve la satisfactoria labor de conversar con Nico y hacerlo entrar en razón a punta de granputeadas por haber intentado abandonar a mi amiga. Y finalmente, mantuvimos los cinco nuestras bocas cerraditas hasta que terminara el año escolar.
Las cosas no salieron tan mal para Oriel después de todo. Sus padres acordaron apoyarla hasta que naciera el bebe y pudiera asistir a la universidad, Nico permaneció a su lado, se disculpó por haber sido tan estúpido y sus padres se unieron al apoyo en cuestiones de manutención del nieto. Oriel y Nico prosiguieron con sus estudios y con su relación, y eventualmente se casaron. Ahora son padres de dos felices niño y niña, viven juntos en alguna ciudad de México donde Nico es supervisor en una empresa constructora y Oriel enseña español a extranjeros. De vez en cuando me escribe y yo también a ella. Aún somos amigas, pero la vida nos llevó a dejar de ser inseparables.
Sin embargo, nunca se ha borrado de mi mente esa noche en la que organicé el baby shower para mi mejor amiga en mi casa, meses después de la tragedia. Asistieron todas las de la promoción, llovieron regalos, jugamos baby-games, conversamos acerca de la pancita a punto de explotar, nos tomamos fotos con globos de It's a boy, brindamos con coctel de leche sin licor y al final de la celebración, nos sentamos todas alrededor de la mesita de noche a comer pastel de vainilla con decorado de color azul bebé. ¿Saben una cosa chicas? los anticonceptivos no funcionan, afirmó la embarazada Oriel de improviso.
Veinticuatro ojos atónitos voltearon a mirarla mientras nuestros tenedores llenos de pastel se balanceaban a mitad de camino hacia nuestras bocas aún abiertas.