Mi amiga Ana se casó ayer. Tanto la ceremonia como la recepción fueron muy sencillas, la belleza alcanzó su máxima expresión en la simplicidad de esa noche. Mi querida Ana lucía hermosa en su vestido blanco, su adorado Rolo se veía nervioso y feliz en una ya conocida combinación mostrada en los rostros de quien va a dar un "primer gran paso". Adam y yo llegamos tarde a la ceremonia, aunque lo suficientemente temprano para oir la homilía del padre, en la cual les advertía jamás sacar los pies del plato, y el tan esperado "Sí, acepto" de cada uno de ellos. Y entre tanta felicidad, tanta alegría, tanto amor, yo, sentada junto a Adam sosteniendo mi mano y mirando con atención a nuestros buenos amigos en el altar, me retorcía el cerebro entre cavilaciones, dudas y pequeñas dosis de celos.
Ya he dicho antes que aún no me quiero casar, lo sé! Pero al ver a Ana y Rolo tan contentos y enamorados jurándose estar juntos hasta que la muerte los separe frente a Dios, sus familias, sus amigos y doscientos invitados que ninguno de los dos conoce, me puse a pensar lo bonito que sería tener una experiencia así. Y mientras Adam acariciaba mi mano durante la misa, las mareas se cruzaban en mi cabeza; por un lado sabía que nuestra hora aún no había llegado, pero por otro, no podía evitar culparlo por seguir a estas alturas con el mismo título de "enamorados".
Si digo que unas quinientas veces nos preguntaron "Y ustedes cuándo?" esa noche, sería poco. Al parecer todos estaban empecinados en hacernos notar que ya era nuestro turno. Gran error fue sentarnos junto a una pareja de esposos, también amigos nuestros, que se pasaron la noche hablando de lo maravilloso que es su hijo de dos años, y lo ilusionados que están con el que está por venir. Fue mentalmente doloroso el momento en que la novia iba a lanzar el bouquette, y llamaron a todas las solteras para que se pelearan por él. Yo no quería ni pararme. Imagínenme de pie en la parte de atrás con todas las "veintiseisañeras" y dejando que las mocosas se pongan adelante "porque ellas sí quieren atrapar el bouquette, nosotras no, PARA NADAAAAAAA!!!".
Adam había notado mi incomodidad, y me aplacó un poco su actitud desesperada por ayudarme a divertirme. Al final era mejor disfrutar el momento y no pensar en aquello que no está en mis manos arreglar. No quiero ser la patética mujer de los 50 que vive con la esperanza de que llegue el hombre perfecto a desposarla. Pero... Dios! la verdad sí me quiero casar!
Supongo que vale hacer una distinción sobre si quiero una boda o un matrimonio. Quiero una boda, quiero decir "Sí acepto" frente a Dios, nuestras familias, nuestros amigos y doscientos invitados que ninguno de los dos conoce, quiero lucir un vestido blanco y que todos digan que me veo linda, quiero tomarme fotos con Adam, con el pastel de bodas, bailando el Danubio Azul, oliendo flores, mirando al horizonte, con cada una de las mesas y con cada uno de los invitados. Quiero ser la envidia de las solteras casi treintonas por una noche.
Y también quiero un matrimonio. Quiero que nuestros rostros sean lo primero y lo último que veamos todos los días. Quiero estar con él en las buenas y en las malas. En la salud y en la enfermedad. En la riqueza y en la pobreza. En todas las situaciones en las que hemos estado juntos, pero legal, con firma y todo. Quiero decirle a mis amigos lo maravilloso que es nuestro hijo de dos años y lo ilucionados que estamos con el que está por llegar. Quiero contarle a todos lo chistosas que son nuestras peleas maritales.
Pero también quiero nuestra soltería. Escaparnos a mitad de una fiesta para hacerlo en el auto porque queremos, podemos, lo necesitamos, y sabemos que no hay una cama compartida esperándonos para cuando sea hora de ir a dormir, tal y como lo hicimos anoche (whoo hoo!!).
Supongo que no se puede tener todo en esta vida.
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